Al tiempo que visitaba uno de sus proyectos en Sendai en la isla del Japón, tuvo el infortunio de mal posar su pié derecho en el peldaño sinfín de la escalera eléctrica de este centro comercial, súbitamente perdió el equilibrio, cayó rodando cual masa de estambre y hueso. Una casi inaudible trapatiesta de espanto de la traductora japonesa aletargó el silencio. Se ralentizaba el tiempo para mostrar a la víctima de la gravedad el filme mental de su recorrido previo, ciclícamente estrellaba su humanidad contra el aparato de acero revestido de vinil estriado, sentía el sabor metálico de la sangre en los labios, se fragmentaba su fémur, mientras hacía inanes esfuerzos por sostener su libreta de apuntes de obras, su omoplato se hacía pedazos, en el filme, desfilaban sus obras, rebotaba mientras su propia costilla laceraba letalmente el pulmón derecho. El recorrido hasta el final de la escalera era interminable, más no la lerda batahola de sus válvulas cardíacas. En algún momento estaba su cuerpo ya tirado al pie de la escalera, cuyas bandas seguían en movimiento. Maltrecho, quieto, con la mirada extinguida, su cuerpo no era menos que un fardo casi inerte. La aparatosa caída dejó a sus acompañantes consternados, quienes pensaban en el cómo se ciega la vida en segundos, cómo se pasa del discurso de un edificio al sepulcral silencio, de irradiar energía y señorío a la pena. Siempre hay algún iluso que piensa que esto pudo haberse evitado, cómo si el tiempo y el acto pudieran repararse, un tentador escape mental.
Cabe reconocer que su mortuorio fue no menos singular, siendo enterrado de pie, sin féretro, y envuelto en sábanas de lino al estilo de un guerrero medieval romano. Su tumba, realizada en mármol a modo de lápida horizontal con una suerte de matriz de puntos y lineas a modo circuitos convergentes a un hueco, sugieren una lectura críptica de un mundo ulterior al presente. Ésta se encuentra en un recoveco junto de la de su otrora cliente, de apellido Brion, en el cementerio de San Vito d'Altivole en Italia.
El arquitecto, genio y figura, Carlo Scarpa contaba con 72 años, 5 meses y 26 días al fallecer, mucho antes de ese 20 de Noviembre, ya era una leyenda de la arquitectura: un reconstructor de la memoria.
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