El espacio privado, esa efectiva materialización de ese tan nombrado círculo de seguridad. Las facilidades de postrarse frente a este tan perfeccionado negocio del entretenimiento en televisión o embeberse en monitores de tres ó dieciséis pulgadas. En fin, las viviendas y sus gadgets están orientados a atrapar a los habitantes en sus casas; una especie melifluo tugurio lúdico para no salir más de lo necesario. La calle es sinónimo de selva, inseguridad, potencial daño a la integridad física.
Hay una honestidad singular en la calle y sus gentes, la verdadera arquitectura sucede en los bordes de esta, la calle no es apéndice, es la casa que está asentada junto a la linealidad de ese pavimento que recorremos, no tiene las elaboradas geometrías del campidoglio pero en este se reconstruye la historia de la ciudad a cada minuto. Hitler aseguraba que los monumentos destruirían la identidad de la ciudad, se equivocó, eran sus arterias a partir de las cuales de reerigieron las ciudades, cambiamos adoquín por asfalto y esto puede en términos de relevancia temporal equivaler al maquillaje facial. Cual liliputienses, reenfocamos los ojos, con las herramientas de percepción entendiendo señales para la comprensión del espacio circundante, buscando patrones en el piso al caminar, la fetidez, lo absurdo de dar la vuelta ante la irrupción de un árbol o una reunión de ebrios en el andén, una moneda tirada es compendio de historia de otro. Deslizar los pies en en andén o acelerar en el vehículo al morir de esta tarde, pueden ser experiencias tan distintas como enriquecedoras para quien vive el espacio público como propio.
Admiro al tipo del cigarro, y a mujeres que me evocan a Shara Nelson en este video, porque de ellos, de los que altivos constituyen la argamasa social es el reino de la calle. Los urbanistas no tienen la más mínima idea.
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